Matar a inocentes no sale tan caro en el imperio. No importa que las víctimas sumen dos docenas de seres indefensos.
El 19 de noviembre de 2005, como recuerdan las noticias, un pelotón de infantes de marina estadounidenses liderado por el sargento Frank Wuterich atacó el poblado de Hadita, en Irak, para vengarse de la muerte de uno de sus pares al explotar una mina antipersonal. La venganza se cobró 24 veces. Tal cantidad de iraquíes desarmados fueron ametrallados por los ocupantes.
A seis años del crimen, que incluyó a un número impreciso de civiles heridos, el sargento Wuterich compareció esta semana en el Tribunal Militar en la base naval de Camp Pedlenton, tras haber logrado un acuerdo con la Fiscalía. El castigo a su horrendo actuar fue imponerle tres meses de prisión, el descuento de dos tercios de su salario y la pérdida del grado de sargento.
Las familias de los ultimados no comparecieron al juicio. Los cargos de asesinatos fueron retirados. Los abogados de la defensa hablaron de limpiar el “nombre enlodado” del asesino múltiple.
La lógica Imperial funcionó a toda prueba. El poder que asesinó a cientos de miles y condenó a la muerte a otros tantos, no podría castigar el “modesto” palmarés de 24 asesinatos. Matar sin contemplaciones, es la filosofía de los soldados del imperio. Casi no habrá que expiar culpas.
Por eso los marines que orinaron sobre los cadáveres de afganos muertos; por eso, las loas a Chris Kyle, el francotirador que eliminó a 255 personas en Irak; por eso, los drones que matan a diestra y siniestra en la frontera de Pakistán y Afganistán.
Las guerras de conquista continúan siendo el gran escándalo de nuestros tiempos.
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