Daegu: ciudad no apta para la velocidad
Aunque los antológicos tripletes de las kenyanas y la memorable incursión de Oscar Pistorius en los 400 metros planos hablen a favor de Daegu 2011, este me ha parecido, por varias razones, o por una razón principal, poco menos que nefasto.
Ahora sé que no, que ha tenido mucho de trágico, pero yo llegué a pensar, tras los primeros compases, que el mundial de atletismo tendría mucho de comedia. Mucho de gloria y de espectáculo, pero también mucho de comedia. Sobre todo por las primeras eliminatorias del hectómetro masculino, cuajadas de bólidos obesos y, perdonen la franqueza, bastante ridículos. Todos en nombre de la representatividad.
Alguno de esos, sospecho, debió ser el hijo de un cónsul, de un embajador, o el albacea de algún ilustre millonario. Porque aptitud deportiva tenían menos que Lamine Diack.
Por esta vez, me dije, la IAAF ha hecho el ridículo. Si el atleta no tiene calidad, pues no la tiene, sea de Kiribati, de Samoa o de Malawi. Que al final la federación de atletismo tampoco es la ONU, aunque bien mirado, por lo arbitrario, lo intransigente y lo odioso de ciertas reglas, bastante se le ha parecido.
Gris espectáculo, entonces. Sin nada de parodia y sin nada de soltura. Parece, desde algunos ángulos, un mundial sacado con fórceps, informe desde los inicios. Con demasiadas manos de jueces y estrechísimas reglas encima. Uno siempre piensa o deduce lo siguiente: el mundo debiera parecerse al deporte. Para luego caer en la cuenta de que no, de que eso nunca pasa, de que sucede exactamente lo contrario. El deporte, poco a poco, va siendo tragado por el mundo.
Bolt: Elogio de la sombra
Uno de los directivos de la IAAF declaró recientemente, de modo sentencioso, que la federación no pretende cambiar ninguna de sus reglas. Al menos por ahora. O que no pretende cambiar una regla en específico. Ni siquiera piensan llevarla a votación, someterla a una simple y elemental relectura. Y esto, prepotente tozudez donde las haya, a pesar de las claras evidencias de su fracaso.
Dicha ley, una ley, por demás, del todo absurda, crucificó el pasado domingo a Usain Bolt. Se había advertido. Que eliminar al atleta -a cualquier atleta- tras la primera arrancada en falso, era, cuando menos, una decisión torcida. En fin: sucedió lo que tenía que suceder. Lo que todos sospechaban e incluso lo que todos temían.
El deportista más brillante de los últimos tiempos, un velocista fuera de toda comparación, ajeno a cualquier límite, y ajeno también, durante unos segundos, al pistoletazo del juez de arrancada, tuvo que salir entre lamentos por la puerta de fondo, y la pista de Daegu se quedó sin espectáculo. Muy azul y muy vistosa, pero sin historia. O con una historia de frustraciones, lo cual es aún peor.
El jamaicano no debió nunca, bajo ninguna de las equivocaciones, pertenecer a esta época. Quizás de aquí a doscientos años, o a medio milenio, Bolt sea un corredor normal. Es decir, quizás sea el mejor corredor del mundo, pero un corredor dentro de la lógica, un atleta que se acople, obedientemente, a la evolución de su especialidad.
Qué triste debe ser para el resto. Bolt mete miedo desde los anuncios. Su carismática pose de insolente, deviene, entre otras cosas, una espeluznante intimidación.
Incluso un corredor de sobrado talento como Nesta Carter, tras la ausencia de Bolt, se quedó tieso, envuelto en cera sobre la línea de arrancada. Solo Yohan Blake, un joven con demasiadas ambiciones como para amilanarse ante cualquier fenómeno, pudo marcar un tiempo decente. Un 9.93 que en la cita berlinesa lo hubiera dejado fuera de las medallas, pero que en Daegu le alcanzó para el título.
Esta fue, con seguridad, la carrera más pobre de los cien metros desde París 2003, donde el incombustible Kim Collins (ahora bronce) se impuso con un pálido y medieval 10.07.
La final del mundial fue un fracaso. Pero olvídese del resto de los ausentes. Olvídese de Powell o de Tyson Gay. Los demás corredores, por absoluto que nos parezca, y a pesar de sus respectivos talentos, son ahora mismo actores de segunda.
Si un día, hipotéticamente, los demás renunciaran (una idea que no parece del todo descabellada), y el bólido caribeño decidiera correr en solitario, a todos nos placería por igual.
Lo único humanamente comparable a Bolt, es su sombra. Eso en el supuesto de que Bolt corra con algo a cuestas. Pues por la limpieza de su estilo, la elegancia de sus zancadas, y la desoladora ligereza de su trayecto, no parece, ciertamente, que nada le acompañe.
Ahora mismo, solo él puede mostrarnos cómo seremos en los próximos siglos. Los otros que podían hacerlo, ya murieron. En cambio, los patrocinadores de la televisión, y los que aprobaron (y ahora sostienen) la ley de la primera arrancada en falso, nos hunden en el pasado, o en el más ordinario de los presentes.
No le demos más vueltas al asunto. Bolt es un yanqui de Connecticut. Y el mundial de Daegu la corte del rey Arturo.
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